La esquina de la calle donde yo vivía de niño, el cruce de las de Pascual M. Hernández y Xicotencatl, es el primer recuerdo que guardo del mundo exterior, de cuando comencé a saber que el mundo se extendía más allá de mi entorno familiar.
En esa esquina mi papá abordaba el camión urbano que lo llevaba a su trabajo en la estación de ferrocarriles, en una de las esquinas de ese crucero estaba la tienda de abarrotes vinos y licores “La Holandesa”, atendida por doña Helenita, mamá de don Fernando, el dueño de la primera tienda parcialmente de autoservicio: “El Triunfo”, ubicada al lado sur del mercado Tangamanga, con calle de por medio.
Doña Helenita era como la abuelita de los niños del rumbo, su mirada y sonrisa estaban siempre llenos de ternura.
En la otra esquina, estaba la tiendita de Doña Petrita y Doña Arcadia. No se de que vivían este par de señoritas, su tienda y casa eran un solo cuarto, y la tiendita estaba mal surtida, pero gozaban también del cariño de los vecinos. Junto a la tienda de Petrita estaba el expendio de petróleo que entonces era imprescindible, porque había estufas de petróleo, a los calentadores o boilers había que echarles un chorrito de petróleo sobre la madera, papeles o cartuchos de aserrín para hacerlos arder, y los “Quinqués” o lámparas de petróleo que no faltaban en las casas, por aquello del apagón, que era frecuente, y en invierno los calentones de petróleo que nos dejaban las narices tiznadas.
En la otra esquina estaba la tortillería atendida por afanosas mujeres que se turnaban en el quehacer, una tomaba un poco de masa y hacía una bolita que colocaba en la banda de la máquina tortilladora, giraba una manivela, recorría la banda con todo y masa al interior de la máquina, luego accionaba un pedal que imprimía presión, giraba la manivela en sentido contrario y aparecía la tortilla cruda, la tomaba con la facilidad que solo da la práctica y la lanzaba a un enorme y negro comal cuyo quemador también funcionaba a base de petróleo, ahí alrededor del comal había otras dos mujeres que volteaban una y otra vez las tortillas que cuando estaban casi listas se inflaban majestuosas y solo entonces cambiaban del comal al cesto, de donde la despachadora las tomaba para entregarlas al consumidor que llevaba preparado su veinte para pagar el kilo de tortillas.
En la otra esquina estaba la casa de don Antonino Medina Covarrubias, esa casa prácticamente la construyó él con sus propias manos. Don Antonino era maquinista ferrocarrilero, muy alto y corpulento, que ocupaba sus días de descanso a poner ladrillos en su casa y cuando estuvo decorosamente habitable se trajo de Cárdenas a su familia, con quienes hicimos una estrecha amistad por la coincidencia de edades de unos y otros, que como suele ser común en estos casos, nos llegamos a sentir como parientes.
En ese crucero es donde vi asombrado al Señor de los Zancos, un ingenioso publicista que utilizaba entre otras técnicas la de subirse a unos zancos de dos metros de alto y con un magnavos gritaba la publicidad de la compañía que lo había contratado. Cuando lo vi por primera vez, estaba haciendo publicidad a unos chicles que tenían como mascota un negrito. Muchos años después, supe que el Señor de los Zancos, de quien hablamos en otra ocasión, se llamaba Jesús Brieño.
No recuerdo que en ese crucero haya pasado algo malo, a no ser que en el expendio de petróleo, se colocó una casilla electoral cuando las elecciones en que contendieron Nava Vs López Dávila para la gobernatura del Estado, fui testigo de la destrucción de muchas boletas, hecho que entonces ni atención le presté, solo recuerdo que recogí un buen montón de boletas rotas y me las embolsé para jugar, pero cuando mi papá las descubrió hizo un coraje fenomenal, ello que me hizo entender, años después, lo que se urdió en aquel expendio de petróleo.
Finalmente déjeme contarle que por ese crucero pasaba recorriendo la calle de xicotencatl, a partir del mes de Octubre, muy de mañana, casi antes del amanecer o apenas amaneciendo, un hombre con un carretón de mano que con potente, y rasposa voz anunciaba “Ráiz Tatemada” que era camote cocido con piloncillo y canela, tal vez preparado en forma muy sencilla pero resultaba delicioso.
Y era entonces, cuando la voz del hombre aquel se escuchaba en las silenciosas mañanas ofreciendo su mercancía, cuando sabíamos que los fríos estaban por llegar.
En esa esquina mi papá abordaba el camión urbano que lo llevaba a su trabajo en la estación de ferrocarriles, en una de las esquinas de ese crucero estaba la tienda de abarrotes vinos y licores “La Holandesa”, atendida por doña Helenita, mamá de don Fernando, el dueño de la primera tienda parcialmente de autoservicio: “El Triunfo”, ubicada al lado sur del mercado Tangamanga, con calle de por medio.
Doña Helenita era como la abuelita de los niños del rumbo, su mirada y sonrisa estaban siempre llenos de ternura.
En la otra esquina, estaba la tiendita de Doña Petrita y Doña Arcadia. No se de que vivían este par de señoritas, su tienda y casa eran un solo cuarto, y la tiendita estaba mal surtida, pero gozaban también del cariño de los vecinos. Junto a la tienda de Petrita estaba el expendio de petróleo que entonces era imprescindible, porque había estufas de petróleo, a los calentadores o boilers había que echarles un chorrito de petróleo sobre la madera, papeles o cartuchos de aserrín para hacerlos arder, y los “Quinqués” o lámparas de petróleo que no faltaban en las casas, por aquello del apagón, que era frecuente, y en invierno los calentones de petróleo que nos dejaban las narices tiznadas.
En la otra esquina estaba la tortillería atendida por afanosas mujeres que se turnaban en el quehacer, una tomaba un poco de masa y hacía una bolita que colocaba en la banda de la máquina tortilladora, giraba una manivela, recorría la banda con todo y masa al interior de la máquina, luego accionaba un pedal que imprimía presión, giraba la manivela en sentido contrario y aparecía la tortilla cruda, la tomaba con la facilidad que solo da la práctica y la lanzaba a un enorme y negro comal cuyo quemador también funcionaba a base de petróleo, ahí alrededor del comal había otras dos mujeres que volteaban una y otra vez las tortillas que cuando estaban casi listas se inflaban majestuosas y solo entonces cambiaban del comal al cesto, de donde la despachadora las tomaba para entregarlas al consumidor que llevaba preparado su veinte para pagar el kilo de tortillas.
En la otra esquina estaba la casa de don Antonino Medina Covarrubias, esa casa prácticamente la construyó él con sus propias manos. Don Antonino era maquinista ferrocarrilero, muy alto y corpulento, que ocupaba sus días de descanso a poner ladrillos en su casa y cuando estuvo decorosamente habitable se trajo de Cárdenas a su familia, con quienes hicimos una estrecha amistad por la coincidencia de edades de unos y otros, que como suele ser común en estos casos, nos llegamos a sentir como parientes.
En ese crucero es donde vi asombrado al Señor de los Zancos, un ingenioso publicista que utilizaba entre otras técnicas la de subirse a unos zancos de dos metros de alto y con un magnavos gritaba la publicidad de la compañía que lo había contratado. Cuando lo vi por primera vez, estaba haciendo publicidad a unos chicles que tenían como mascota un negrito. Muchos años después, supe que el Señor de los Zancos, de quien hablamos en otra ocasión, se llamaba Jesús Brieño.
No recuerdo que en ese crucero haya pasado algo malo, a no ser que en el expendio de petróleo, se colocó una casilla electoral cuando las elecciones en que contendieron Nava Vs López Dávila para la gobernatura del Estado, fui testigo de la destrucción de muchas boletas, hecho que entonces ni atención le presté, solo recuerdo que recogí un buen montón de boletas rotas y me las embolsé para jugar, pero cuando mi papá las descubrió hizo un coraje fenomenal, ello que me hizo entender, años después, lo que se urdió en aquel expendio de petróleo.
Finalmente déjeme contarle que por ese crucero pasaba recorriendo la calle de xicotencatl, a partir del mes de Octubre, muy de mañana, casi antes del amanecer o apenas amaneciendo, un hombre con un carretón de mano que con potente, y rasposa voz anunciaba “Ráiz Tatemada” que era camote cocido con piloncillo y canela, tal vez preparado en forma muy sencilla pero resultaba delicioso.
Y era entonces, cuando la voz del hombre aquel se escuchaba en las silenciosas mañanas ofreciendo su mercancía, cuando sabíamos que los fríos estaban por llegar.
1 comentario:
je je, recuerdo que nuestros padres nos encomendaban a ir por los pomos al triunfo.
Espero hagas un reportaje sobre los baños de San José con todo y sus pollas.
Atte: josé Antonio
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